Manuel Fernández y González, olvidado |
Como ha dicho alguna vez el escritor chileno Jorge Edwards ‘Los escritores que luchan por ser conocidos y recordados me dan un poco de risa’. Una risa propia de un jocker de la cultura, cómodamente asentado en el podio de la complacencia. Porque en relación con muchos asuntos literarios, y sobre todo de autores que en su día fueron consagrados y reconocidos, soy de la opinión de Arthur Schopenhauer que en una de sus muchisimas citas dignas de figurar en un libro de autoayuda señaló que: ‘desear la inmortalidad es desear la perpetuación de un gran error’.
Esto viene a cuento tras una
conversación que he mantenido con mi padre, persona de edad y escritor aficionado,
recopilador de biografías de personajes antaño y olvidados. Hemos recordado,
pasada la jornada del Día del Libro, la anécdota
ocurrida años atrás de como un escritor (el vallisoletano Francisco Umbral) que necesitaba vivir de las ventas de
sus libros, para sobrevivir en su machacada existencia, se cabreó como un
selenita porque una sabionda presentadora de un programa televisivo no le daba
cancha para poder hablar de un libro que acababa de publicar. También hemos recordado a otro literato, Manuel Fernández-González, un olvidado, que lo fue todo cuando vivió.
Del primero, del vallisoletano, hemos rememorado aquella anécdota cuando acudió al plató televisivo para promocionar su última novela. No necesitaba halagos ni otras florituras hacia
su persona. Simplemente tenía necesidad de comer, y poder pagar su dosis de alcohol nocturno
que le pedía su organismo machacado. Su necesidad imperiosa para sobrevivir le obligaba
a redactar cada día un artículo que publicaba en el diario que,
como recogido en un asilo, le permitía continuar
y ‘tirar palante’, con un cierto decoro y una dignidad humana. Ser respetado
como animal literario a cambio de unas cuantas monedas que le ingresaban cada
final de mes en su cuenta bancaria.
Realmente en aquel momento 'le importaba
un huevo salir por la tele', que lo vieran millones de televidentes, que lo
halagaran como hombre de la cultura reconocida. Y menos le importaba si era valorado como
gran autor en un futuro próximo o lejano. Su necesidad era, en aquel momento, más vital , más prosaica. Más cotidiana. Más simple: conseguir
dinero. Por ello solo quería hablar de su libro, promocionarlo, y que la gente
supiera que estaba ya a la venta.
Del segundo escritor, el sevillano, Manuel Fernández y González, quiero recordarlo en este post como un célebre novelista en su momento, -posiblemente el más popular de su época- hoy
totalmente olvidado. Vivió entre
1821 y 1888 y su recuerdo perduró hasta los años veinte del siglo XX. En la actualidad solo es el nombre de una calle madrileña y otra en su Sevilla natal. Hemos estado hablando de él, de forma amplia y tendida, reflexionando sobre el olvido, hace pocas horas con mi padre. Fernández-González
fue un literato prolífero y de ingenio innato, con una importante producción de obras de
todo género. Dicen que escribió más de 600 títulos y ganó una gran fortuna que dilapidó con
sus extravagancias y rarezas de bohemio dadivoso.
Nunca se preocupó en pensar en la
posteridad. Vivía el presente. Escribir para poder vivir, ésta era su ‘divisa’, confeccionar novelas populares
como ‘El cocinero de Su Majestad’ ‘José María el Tempranillo’,’ El rey de
Sierra Morena’, para ser compradas, leidas y tiradas.
Hoy muchos escritores luchan por
ser reconocidos y recordados en el futuro, sin una obra que refleje una necesidad vital de supervivencia.
No escriben para vivir, sino viven par escribir. Gran error. Escritores de cartón piedra, verdaderos
vanidosos que solo juntan palabras para eternizarse, sin decir en realidad nada de
nada. Nada que valga la pena. Mísera vanidad. Los escritores sinceros son aquellos juntan palabras para vivir.